A partir del fanzine MOP MOP de Zé Carvalheiro, también, para él.
La primera vez que usé una mopa fue limpiando el suelo de una panadería donde trabajé de cajera durante dos semanas. Me alcanzó a visitar mi mejor amiga de ese entonces y su papá: compraron pan y unos dulces, y yo les atendí con mi mejor sonrisa. En general, venían mecánicos, vecinas del barrio, vendedores de repuestos y uno que otro transeúnte de paso. Más de uno me hizo sentir incómoda, porque los veía, o les escuchaba un comentario de cómo se asombraban de mis mejillas rojas, mi boca pintada de gloss, mi cuerpo de adolescente, con un permiso notarial de mis padres para trabajar.
Mi trabajo era cuadrar la caja, atender clientes, reponer cosas, cortar fiambre para las pizzas, que eran de un mix de todito de lo que estaba a punto de caducar. Matar el tiempo de manera productiva en todo lo que implica una panadería de barrio.
El primer turno fue un domingo, desde las una de la tarde hasta las diez de la noche, pero en verdad, salía media hora después, porque eran treinta minutos ordenando y limpiando. ¿Les dije que era mi primer trabajo con un patrón que no fuera amigo de nadie?
Entonces, mi compañera de turno, una señora a la que vamos a llamar María, me explicó lo esencial, y mientras ella se encargaba de guardar el pan que sobró, yo entraba donde ocurría la otra acción: la del panadero, la de los pasteles, la de la harina volando y cayendo al suelo. Y yo, con pañuelo a la cabeza y mis pies sin la costumbre de sostener mi existencia durante nueve horas, me presentaba ante una escoba de bruja jubilada y un nada sofisticado sistema de mopa, y su inseparable compañero: una cubeta donde se juntaba un olor a limón y a trabajo mal pago.
Entre que la mopa me sostenía a mí, y yo tenía que sostener a la mopa, todo debía quedar impecable, porque en ocho horas más aparecería el panadero. Y a mí, mi cansancio de lomo virgen se ahogaba y surfeaba en cada coreográfica pasada de mopa. Yo sólo quería dinero. No quería que mi pelea nocturna fuera eliminar manchas de la faz de una cerámica; tampoco quería preguntarme cómo habían llegado ahí. No quería que me dolieran las piernas, pero recordaba las palabras que el mundo decía: “el trabajo dignifica”. También, se me venían las palabras de mi mamá: “estudia, mijita, si no quieres acabar barriendo calles”.
Sé que era mi cansancio hablándole a una mopa, reflexionando con una mopa, que en cada coreografía de limpieza y una estrujada de sus cabellos de muñeco de 31 minutos, yo me ahogaba en una frase para darme fuerza, para dejar limpio el piso, para que la señora María quisiera trabajar conmigo. Ella me había mirado todo el día con cara de bambi sin su mamá. Quizás pensaba que esta pobre cabra le iba a dar el dinero a mi familia, que quizás yo era muy cabra para andar trapiando pisos sin ningún talento más que la juventud.
Al final del turno, la mopa y yo éramos parecidas: nos habían sacado el jugo.
¿Cuántos pensamientos se puede llevar una mancha del piso? ¿Cuántas miradas le damos a quien existe detrás de una mopa? ¿A quién le gusta pasar la mopa?
Me despedí de mi compañera y llegué tan deshecha a casa que no tenía ganas de comer. Me fundí en la cama y caí en un sueño profundo que se comenzó a mezclar lo onírico con lo real, y, pasado algún tiempo incalculable, yo estaba sentada en el retrete, relajándome con el primer pipí del día, ese que una contiene durante siete, ocho o nueve horas, depende del privilegio con el que uno goce para dormir plácidamente. En realidad, era la última vez que mojaba el colchón, avergonzada por el cansancio: ahora tenía que armar nuevamente una mopa para limpiar el caminito que había hecho intentando ,inútilmente, llegar al baño.